Para encargarse del calentamiento global, la primera medida es hacer números.
En esencia es así: antes de la Revolución Industrial, la atmósfera de la Tierra contenía alrededor de 280 partes por millón de dióxido de carbono (CO2). Esa era una cantidad adecuada (si definimos “adecuada” como “a lo que estábamos acostumbrados”). Puesto que la estructura molecular del dióxido de carbono atrapa calor cerca de la superficie del planeta que de otra manera irradiaría de vuelta al espacio, la civilización creció en un mundo cuyo termostato fue fijado por esa cantidad. Ello equivalía a una temperatura mundial media de 14º C, que a su vez se traducía en todos los lugares donde construimos nuestras ciudades, todas las plantas que aprendimos a cultivar y comer, todos los abastecimientos de agua de los cuales aprendimos a depender, incluso el paso de las estaciones que, a mayores latitudes, fijaron nuestros calendarios psicológicos.
Desde que comenzamos a quemar carbón, gas y petróleo para obtener energía, esa cifra de 280 se elevó gradualmente. Cuando empezamos a medirla, a fines del decenio de los cincuenta, ya había alcanzado el nivel de 315. Hoy se sitúa en 380, y aumenta casi dos partes por millón al año. No parece mucho, pero el calor adicional que ese CO2 atrapa, un par de vatios por metro cuadrado de la superficie de la Tierra, basta para calentar el planeta considerablemente. Ya hemos elevado la temperatura más de medio grado centígrado. Es imposible predecir con exactitud las consecuencias de cualquier aumento ulterior de CO2 en la atmósfera; sin embargo, el calentamiento que hemos observado hasta ahora ha causado que se derrita casi todo lo que está congelado en la Tierra, ha modificado las estaciones y el régimen de las precipitaciones, ha causado que los océanos suban.
No importa lo que hagamos ahora, el calentamiento aumentará: hay un tiempo de retraso antes de que el calor provoque todos sus efectos en la atmósfera. Es decir, no podemos detener el calentamiento global. Nuestra tarea es menos estimulante: contener el daño, lograr que las cosas no se nos escapen de las manos, e incluso eso no es fácil. En primer lugar, hasta hace poco no contábamos con información clara que sugiriera el momento en que se avecinaría la catástrofe. Ahora tenemos una imagen más clara: en los últimos años se ha presentado una serie de informes que señala que sería prudente respetar la cifra de 450 partes por millón de CO2 como límite. Los científicos consideran que, más allá de ese punto, es probable que en los próximos siglos nos enfrentemos al derretimiento de los mantos de hielo de Groenlandia y de la Antártida occidental, así como a un posterior aumento del nivel del mar en proporciones gigantescas. Por otro lado, 450 partes por millón sigue siendo el cálculo más aproximado (sin incluir el veneno de otros gases de efecto invernadero, como el metano y el óxido nitroso), el cual, sin embargo, servirá al mundo como una especie de límite. Un objetivo que se desplaza, y con rapidez. Si las concentraciones siguen aumentando en dos partes por millón al año, sólo nos quedan tres décadas y media.
Así, las cuentas no son complicadas, lo cual no significa que no intimiden. Hasta ahora, sólo europeos y japoneses han comenzado a reducir sus emisiones de carbono, y bien podrían no alcanzar incluso sus modestos objetivos.
Mientras tanto, las emisiones de carbono de Estados Unidos, un cuarto del total mundial, aumentan a un ritmo constante. De repente, China e India producen ahora también grandes cantidades de CO2. Sus poblaciones son tan grandes y su crecimiento económico tan acelerado, que la perspectiva de una disminución mundial de emisiones se vuelve bastante desalentadora. Actualmente los chinos construyen una central eléctrica alimentada por carbón más o menos cada semana. Eso es mucho carbono.
Los involucrados saben cuáles serían los esquemas generales de un acuerdo que evitaría la catástrofe: reducciones rápidas, sostenidas y drásticas de las emisiones por parte de los países tecnológicamente adelantados, aunadas a una transferencia de tecnología a gran escala a China, India y al resto del mundo en vías de desarrollo, a fin de que puedan suministrar energía a sus economías incipientes sin quemar su carbón. Todos conocen también las grandes interrogantes: ¿Son siquiera posibles esas disminuciones aceleradas?
La primera pregunta (¿Es acaso posible?) suele plantearse mediante la concentración en una sola tecnología (¡hidrógeno! ¡etanol!) e imaginar que esta resolverá nuestros problemas; sin embargo, la proporción del problema implica que necesitaremos muchas estrategias. Hace tres años un equipo hizo una de las mejores evaluaciones de las posibilidades. Stephen Pacala y Robert Socolow publicaron un artículo en Science en el que pormenorizaban 15 “medidas estabilizadoras”: cambios de dimensiones suficientes para ser realmente importantes y para los que la tecnología ya estaba disponible o se veía claramente en el horizonte. La mayoría de la gente ha oído de algunas de ellas: vehículos con bajo consumo de combustible, casas mejor edificadas, turbinas eólicas, biocombustibles, como el etanol. Otras son más novedosas e implican menos certeza: planes para construir plantas alimentadas con carbón capaces de separar el carbono de los gases emitidos a fin de “aislarlo” bajo tierra.
Estas estrategias tienen algo en común: resultan más difíciles que sólo quemar combustibles fósiles. Nos obligan a comprender que ya utilizamos nuestro combustible mágico y lo que sigue será más costoso y más difícil. El precio de la transición mundial estará en el orden de los billones de dólares. Desde luego, en el camino esto creará miles de empleos nuevos y, al final, será un sistema mucho más elegante. Además, puesto que desperdiciamos tanta energía ahora, algunas de las primeras tareas serían relativamente fáciles de llevar a cabo. Si sustituyéramos toda bombilla incandescente que se funda en el próximo decenio en cualquier parte del mundo con una bombilla fluorescente compacta, sería un impresionante comienzo en el cumplimiento de una de las 15 medidas. Sin embargo, en el mismo decenio debemos construir 400 000 turbinas eólicas de gran tamaño: algo que es posible a todas luces, pero sólo con un compromiso real. Debemos seguir el ejemplo de Alemania y de Japón y otorgar grandes subsidios para paneles solares en las azoteas; debemos lograr que la mayoría de los agricultores del mundo aren menos sus campos, a fin de recuperar el carbono que han perdido sus suelos. Tendríamos que hacer todo al mismo tiempo.
La totalidad de las respuestas no son de carácter técnico, desde luego; quizá ni siquiera la mayoría. Muchas de las vías hacia la estabilización pasan directamente por nuestra vida cotidiana y, en todos los casos, exigirán cambios difíciles. Los viajes en avión constituyen una de las fuentes de crecimiento más acelerado de emisiones de carbono en todo el mundo, por ejemplo, pero incluso a muchos de quienes estamos dispuestos a cambiar las bombillas y que conduciríamos con gusto vehículos híbridos nos irrita la idea de no desplazarnos en avión por el planeta. En esta época, estamos acostumbrados a ordenar comida para llevar en cualquier esquina del mundo todas las noches de nuestras vidas (de acuerdo con un estudio, la porción media de alimento ha recorrido casi 2 500 kilómetros antes de llegar a la boca de un estadounidense, lo cual significa que ha sido marinada en petróleo crudo). Debemos idear cómo modificar esos hábitos.
Quizá esto sólo sucedería si los combustibles fósiles nos costaran notablemente más. Todos los planes para reducir las emisiones de carbono (los llamados sistemas de valores límite y el comercio de derechos de emisión, por ejemplo, que permitirían a las empresas presentar ofertas para obtener permisos de emisión) son formas de encarecer progresivamente el carbón, el gas y el petróleo y, por consiguiente, de cambiar el rumbo hacia el cual tiende la fuerza gravitacional económica cuando se aplica a la energía.
La manera más directa de elevar el precio sería gravar el carbono, pero no es fácil. Dado que todo el mundo necesita combustible, esto sería regresivo: tendríamos que ingeniárnoslas para no dañar a los pobres. ¿Qué oportunidad hay de afrontar la aún más difícil tarea de persuadir a los chinos, los indios y a los que vienen detrás para que renuncien a un futuro alimentado con carbón en favor de algo más manejable? Sabemos que es posible: a comienzos de este año, un grupo de expertos de las Naciones Unidas calculó que el costo total de la transición energética, una vez deducidos los haberes y los deberes, sería de apenas un poco más de 0.1 % de la economía mundial anualmente durante el siguiente cuarto de siglo. Un precio bajo a pagar.
A fin de cuentas, el calentamiento global presenta el mayor reto que hayamos afrontado los humanos. ¿Estamos listos para cambiar, de manera espectacular y prolongada, con el fin de ofrecer un futuro viable a las próximas generaciones y a distintas formas de vida? Si es así, novedosas técnicas y nuevos hábitos brindan alguna promesa, pero sólo si nos movemos con celeridad y decisión, además de una madurez que pocas veces hemos demostrado como sociedad o como especie. Así llegamos a nuestra mayoría de edad, y no hay certidumbre ni garantías; sólo una ventana de posibilidades que se cierra rápidamente, pero que aún está lo suficientemente abierta para dejar entrar algo de esperanza.Escrito por: Bill McKibben el 01 de Octubre de 2007
National Geographic - Ver artículo original
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