Darnos cuenta

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Un mundo sin noche: los daños ecológicos de la luz artificial

Nuestras noches se esfuman

Si el hogar del ser humano de verdad estuviera bajo la luz de la luna y las estrellas, nos internaríamos en la oscuridad con gusto; el mundo de la noche nos sería tan visible como para el vasto número de especies nocturnas del planeta. Sin embargo, somos criaturas diurnas, con ojos adaptados a la vida bajo la luz del sol. Este es un hecho evolutivo básico, aunque muchos de nosotros no nos concibamos como tales. Aun así, esta es la única manera de explicar lo que hemos hecho a la noche: llenándola de luz, la rediseñamos para que nos dé cabida.

Este tipo de diseño no difiere mucho de aquel con el que construimos presas en los ríos. Sus beneficios presuponen consecuencias –que se traducen en contaminación lumínica–, y sus efectos apenas comienzan a estudiarse. En general, la contaminación lumínica es resultado de una iluminación mal planeada, la cual permite que la luz artificial brille hacia afuera y hacia arriba, en dirección al cielo; en vez de esto, debería concentrarse hacia abajo. Esta desvanece la oscuridad y altera radicalmente los niveles de luz –así como sus ritmos–, a los cuales muchas formas de vida, incluida la nuestra, se han adaptado. Cada vez que la luz humana se desborda en el mundo natural, algún aspecto de la vida –la migración, la reproducción, la alimentación– se ve afectado.

Durante gran parte de la historia humana, el término “contaminación lumínica” no habría tenido sentido. Hoy en día, la mayor parte de la humanidad vive bajo domos intersecados de luz que se refleja y se refracta, de rayos dispersos que provienen de ciudades, suburbios, de carreteras y fábricas demasiado alumbrados. Casi en su totalidad, la noche europea es una nebulosa de luz, así como la mayor parte de la de Estados Unidos y toda la de Japón. En el Atlántico del sur, el brillo de una sola flota de pescadores de calamar, que atraen a sus presas con lámparas de halogenuro metálico, se puede ver desde el espacio ya que su luz, de hecho, brilla más que la de Buenos Aires o Río de Janeiro.

En muchas ciudades, parece que el cielo se ha quedado sin estrellas, las cuales han sido sustituidas por una bruma vacía que refleja nuestro miedo a la oscuridad y recuerda el fulgor de una apocalíptica novela de ciencia ficción. Nos hemos acostumbrado tanto a esta omnipresente bruma naranja que la antigua gloria de las noches oscuras –tan negras que el planeta Venus proyectaba sombras sobre la Tierra– está mucho más allá de nuestra experiencia, casi más allá de la memoria. Y aun así, por sobre el pálido cielo raso de la ciudad, se extiende el universo: un fulgurante racimo de estrellas, planetas y galaxias que brillan en una oscuridad de apariencia infinita.

Hemos alumbrado la noche como si fuese un terreno baldío, lo que no podría estar más alejado de la realidad. Tan sólo entre los mamíferos, la cantidad de especies nocturnas es asombrosa. La luz es una fuerza biológica poderosa; funciona como un imán para muchas criaturas. Su influencia es tan poderosa que los científicos sostienen que las aves canoras y las marinas son “encandiladas” por reflectores en tierra o por la luz de las balizas de gas de las plataformas petroleras marinas, lo cual las hace dar vueltas y vueltas hasta que caen. Al migrar de noche, las aves son proclives a chocar con edificios altos y muy alumbrados.

Por supuesto, los insectos se amontonan alrededor de los faroles, por lo que muchas especies de murciélagos se han habituado a alimentarse en ellos. En algunos valles de Suiza, el murciélago pequeño de herradura comenzó a desaparecer tras la instalación de alumbrado público, quizá porque estos valles de pronto se llenaron de murciélagos enanos atraídos por la luz. Otros mamíferos nocturnos –incluidos roedores del desierto, murciélagos de la fruta, zarigüeyas y tejones– se alimentan con más precaución bajo el permanente fulgor nocturno, ya que se han convertido en blancos más fáciles para sus depredadores.

Algunos pájaros –mirlos y gorriones, entre otros– cantan a deshoras en presencia de luz artificial. Los científicos han determinado que los días artificialmente largos –y las noches artificialmente cortas– provocan reproducción temprana en una amplia variedad de aves. Y dado que los días más largos causan periodos de alimentación más extensos, también pueden trastornar los patrones de migración. Una población de cisnes de Beckwick, que invernaba en Inglaterra acumuló grasa más rápidamente de lo habitual, lo que los condujo a adelantar su migración a Siberia. Partir antes podría significar llegar cuando las condiciones de anidamiento aún no son óptimas.

En época de desove, las tortugas marinas, que muestran preferencia natural por las playas oscuras, encuentran cada vez menos lugares donde anidar. Sus crías se ven atraídas por los horizontes más brillantes y con mayor reflexión de luz y, se confunden con el alumbrado artificial que está detrás de la playa. Tan sólo en Florida, las pérdidas en crías de tortuga suman cientos de miles cada año. Las ranas y los sapos que viven cerca de carreteras muy alumbradas sufren de niveles lumínicos nocturnos hasta un millón de veces más intensos que los normales, lo que desequilibra casi todos los aspectos de su comportamiento, incluyendo los cánticos corales nocturnos de los sapos en época de reproducción.

De todos los tipos de contaminación que enfrentamos, la lumínica quizá sea la más fácil de remediar. Unos cambios sencillos en los diseños y la instalación de alumbrado se traducirían en cambios inmediatos en la cantidad de luz que se dispersa a la atmósfera y, en muchas ocasiones, en un ahorro inmediato de energía.

Alguna vez se pensó que esta alteración sólo afectaba a los astrónomos, quienes necesitan observar el cielo nocturno en toda su gloriosa claridad y, de hecho, algunos de los primeros esfuerzos de la sociedad civil para controlar la contaminación lumínica –en Flagstaff, Arizona– se llevaron a cabo para cuidar la vista desde el Observatorio Lowell, que se alza por encima de aquella ciudad. En 2001 se declaró la primera ciudad internacional de cielo oscuro. Para este momento, los esfuerzos por controlar la contaminación lumínica se han extendido alrededor del mundo. Más y más ciudades, e incluso países como la República Checa, se han comprometido a reducir la iluminación no deseada.

A diferencia de los astrónomos, la mayoría de nosotros podría no necesitar una visión ilimitada del cielo nocturno; pero como muchas otras criaturas, sí necesitamos la oscuridad, la cual es tan esencial para nuestro bienestar biológico, para nuestro reloj interno, como la luz misma. La oscilación regular entre la vigilia y el sueño en nuestras vidas –uno de nuestros ritmos circadianos– es tan fundamental para nuestro ser que alterarlos es como alterar la gravedad.

Durante casi todo el último siglo, hemos llevado a cabo un experimento abierto con nosotros mismos al alargar el día, al acortar la noche y provocar cortocircuitos en la respuesta sensible del cuerpo humano a la luz. Las consecuencias de este nuevo y alumbrado mundo se perciben con más claridad en criaturas menos adaptables que viven bajo el resplandor periférico de nuestra prosperidad. Sin embargo, la polución lumínica también podría cobrarle una factura biológica a los humanos. Al menos un estudio reciente ha sugerido una relación directa entre el incremento de los niveles de cáncer de mama en las mujeres y la brillantez nocturna de sus vecindarios.

Al final, los humanos no se ven menos atrapados por la perturbación lumínica que las ranas de una charca cercana a una carretera muy alumbrada. Al vivir bajo un fulgor creado por nosotros mismos, nos hemos aislado de nuestro patrimonio evolutivo y cultural: la luz de las estrellas y los ritmos del día y la noche. En un sentido muy real, la contaminación lumínica provoca que perdamos de vista nuestra verdadera posición en el universo y que olvidemos la propia dimensión, la cual sólo puede comprenderse de acuerdo con las dimensiones de una noche oscura con la Vía Láctea –el límite de nuestra galaxia– dibujando un arco en las alturas.


Escrito por: Verlyn Klinkenborg el 01 de Noviembre de 2008
National Geographic - Ver artículo original

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